viernes, 6 de noviembre de 2015



Los caprichos de la suerte, Pío Baroja
 

La trilogía Las saturnales, de Pío Baroja (1872 - 1956), por fin se cierra 65 años después de que el escritor la terminase el mencionado ciclo con la novela titulada Los caprichos de la suerte que ayer salió por fin publicada en la editorial Espasa del grupo Planeta. El manuscrito se encontraba custodiado por familia en la casa del escritor en Itzea (Navarra), debido que en un primer contacto con la censura de los años 50 no pudo salir a la luz, entre otros motivos porque abordaba de forma directa la guerra civil de 1936 - 1939. Hay que señalar que Baroja salió de España con motivo de la guerra para instalarse en París; pero ante el avance nazi por Europa, el escritor regresa en 1940 a España para radicarse en Madrid, estancia que compartirá con visitas a la casa familiar de Vera de Bidasoa.

La obra tiene que ver con el personaje Juan Elorrio, quien aparece en Miserias de la guerra, aunque tiene un especial protagonismo Gloria, una mujer que en medio de las tensiones de la guerra fraticida y anuncio de una nueva guerra mundial no se limita al papel asignado por la sociedad a las féminas.

 El sobrino nieto del autor, Pío Caro-Baroja, reconocía en una entrevista concedida al diario La Voz de Galicia: "Esta novela tiene mucho de compendio de sus ideas, de manera telegráfica da chispazos de cuáles fueron las inquietudes que tuvo su vida. Habla de la humanidad, de las relaciones personales entre hombres y mujeres en esas circunstancias complicadas antes de la entrada de los alemanes; habla de todas esas pulsiones que surgen en un momento de conflicto, esos egoísmos, ese sálvase quien pueda... Habla, en definitiva, del ser humano como siempre lo ha hecho: con un escepticismo antropológico, un poco desde fuera, con cierta misantropía... Tambien habla de política, de su impresión de mediocridad sobre la República española, y hace una crítica furibunda de Hitler y el régimen nazi. Baroja era muy aliadófilo".



Adelantos de la novela:

Abel Escalante iba pasando de una tienda a otra para realizar de la mejor manera posible la venta que le habían encargado.
Elorrio se quedó fuera y se dedicó a mirar los escaparates. De pronto se encontró al lado de Gloria, de Evans y de un señor viejo del hotel Palais Royal.
—¿Le espera usted a Abel? —le preguntó Evans.
—Sí. Ha entrado aquí, en esa tienda, a vender algo.
—Sí, son joyas de una señora que está en el hotel —advirtió
Gloria.
—Le esperaremos un rato —dijo Evans paseando.
—Muy bien.
Se alejaron un poco de la tienda y volvieron.
—Aquí, en una de estas casas, vive Colette Willy —dijo Gloria—.
 ¿Le gusta a usted? —preguntó al inglés.
—¿Ha leído usted La vagabunda?
—Sí. No hace mucho que la he leído. Yo creo que quizá sea, en la actualidad, el mejor escritor de Francia.
—Es muy posible.
Después Evans y Elorrio hablaron de los autores ingleses y de norteamericanos, mientras Abel Escalante trabajaba sin duda su venta, agotando todos los recursos para obtener el mejor resultado.
—¿Qué opinión tienen ustedes de los alemanes? —preguntó
Evans a Elorrio.
—Poco. No he estado en Alemania.
—Yo de joven —indicó el señor viejo del hotel— cogí la época en que los españoles elogiaban todo lo alemán: la ciencia, la música y la filosofía. Yo no sentía ninguna hostilidad por los alemanes. La guerra del año 14 me parecía una de tantas para alcanzar la hegemonía de Europa. He estado varias veces en Alemania, he conocido varios alemanes en España; era gente amable y simpática, que se
avenía a razones y no manifestaba sentimientos distintos a los demás. Recuerdo un grupo de cinco o seis que encontramos hace años en el monasterio del Paular. Eran todos jóvenes y casi todos electricistas, la mayoría bávaros y gentes del sur. Se manifestaban aficionados a la lectura.
Unos leían a Carlyle, otros, a Dickens y otros, Don Quijote. El único petulante y soberbio era uno pequeño, rubio y chato. Este era prusiano. 
¿Así que es usted prusiano?, se le preguntaba. Sí, gracias a Dios, contestaba él con seriedad. Yo había ido al campo con un suizo, amigo mío, muy culto. Los jóvenes alemanes hablaban con él, le llamaban señor doctor y le tenían muchas consideraciones. Entonces se discutía a Nietzsche, y el hablar de Nietzsche producía en los jóvenes alemanes una sonrisa, como si se tratara de algo demasiado debatido que no había que tomar en consideración. Un día se propuso que los que estábamos en el Paular fuéramos al pico de Peñalara, que se eleva dos mil trescientos o dos mil cuatrocientos metros sobre el nivel del mar, para ver desde allí salir el sol. Fueron con nosotros tres o cuatro muchachas. Los alemanes estuvieron muy atentos, desembarazaron a las muchachas, en la subida al monte, de los abrigos que les sofocaban, y a nosotros mismos, como más viejos, nos quitaron los gabanes para llevarlos ellos. Luego, en lo alto del monte, arreglaron una tienda de campaña, encendieron fuego, se mostraron amabilísimos y todo el mundo hizo grandes elogios de ellos. Años después, al finalizar la guerra del 14, estuve algunas semanas en Alemania y me chocó la sequedad y dureza de la gente, y la poca dignidad de los empleados de hoteles, oficinas y ferrocarriles, que pedían propinas de una manera cínica. Después no he vuelto a conocer alemanes.
He visto por los periódicos la evolución de Alemania bajo el mando de Hitler y sus campañas de destrucción, de incendio, de asesinato y de robo en Austria, Checoslovaquia y Polonia.
—¿Así que la opinión que tuvo usted de los alemanes individualmente, no coincide con la que tuvo después de ellos en conjunto? —preguntó Elorrio.
—Es verdad, no coincide.
—Así que no tiene usted una opinión clara sobre ellos.
—¿Yo qué opinión voy a tener? Pienso que, sea porque Alemania es así, de una manera congénita, o porque ha evolucionado de un modo patológico hacia una especie de locura, hoy es un pueblo monstruoso, y que todos los países de Europa deberían reunirse para dominarlo, sujetarlo y ponerle una camisa de fuerza.

...

“La mayoría de las gentes de los pueblos, según estos militares mercenarios, no tenían ideas políticas, sino agravios personales que vengar, y algunos se contagiaban con este impulso satánico y sanguinario”.