sábado, 20 de julio de 2013



Una historieta adulta, madura y crítica

Los cambios políticos en España durante la segunda mitad de la década de 1970, sobre todo a partir de la muerte de Franco, posibilitaron la salida de nuevas publicaciones relacionadas con el mundo de las viñetas como Trocha, los cuadernos mensuales del Colectivo de la Historieta, un grupo de dibujantes, guionistas, grafistas, escritores, críticos, estudiosos, ilustradores y otros profesionales del ámbito del cómic que consideraron oportuna la promoción de un arte hasta entonces coartado por la consideración general de subgénero destinado más bien a un público juvenil. El objetivo era una historieta adulta, madura y crítica, también popular y comercial, que trataba de romper con la imagen del cómic español seguidor de una línea uniforme y bajo el férreo control de la censura.

Troya sale en mayo de 1977 como extra de Bang! El animoso grupo, por lo menos, obtuvo una excelente respuesta porque consiguió que muchos lectores admiraran otro tipo de historieta que existía y merecía la pena seguir. Con los aciertos y errores de un producto novedoso, en unos tiempos cambiantes y de importante expectación sobre el futuro, la revista contó con la presencia de destacados  artistas que dejaron su impronta en obras frescas y de su tiempo. 

En el extra, números 3 y 4, la publicación cambia el nombre por el de Troya, que como explican sus promotores se debe a que estaban dispuestos a sorprender y luchar desde el mundo de la historieta ante las dificultades que se iban encontrando.

El Colectivo de la Historieta estaba formado por personas conocidas de dicho ámbito que en la actualidad continúan desempeñando su labor artística e intelectual en diferentes terrenos de la cultura.




José Luis López Rubio (Motril,1903- Madrid, 1996), polifacético donde los hubiere, novelista, dramaturgo, guionista, académico, tuvo contacto con el cine como guionista desde su juventud, con estancias incluidas en Hollywood la década de 1930, tiempo en que trabajó para grandes estudios como la Metro y la Fox. De aquella época, habla en esta entrevista recogida en la revista Cinegramas, que tuvo la suerte de encontrar en una librería de segunda mano.




Lopez RubioStan Laurel, Eduardo Ugarte, Oliver Hardy y Edgar Neville.



No es posible hablar de la producción española en Hollywood sin destacar a José López Rubio. Este muchacho de treinta años, todo simpatía, talento y cordialidad, luchó bravamente hasta imponer nuestro idioma -el sonoro y correcto castellano- en los films españoles realizados en California. España, pues, debe agradecer a José López Rubio este esfuerzo, ya que a él corresponde la mayor parte de aquella conquista que parecía no lograrse jamás. El dramaturgo admirable De la noche a la mañana, el humorista fino e intencionado de Roque Six, fue ganado por el cine, y él ganó a su vez a éste para nuestro idioma. José López Rubio ha desarrollado en Hollywood una labor inmensa, la más interesante que allí se hizo en este aspecto, sin duda alguna: españolizar el cine español.


Un español en el Hollywood de 1930

-¿Cuánto tiempo estuvo usted en Hollywood?
-Cinco años. Fui en el mes de agosto del año 1930, contratado por la Metro Goldwyn, en unión de mi colaborador Eduardo Ugarte. Llevaba un contrato por seis meses, prorrogable hasta dos años, a voluntad de la Casa, naturalmente.

-¿Qué obligaciones le imponía el compromiso?
-La de escribir el diálogo de las versiones españolas, que no eran sino fidelísimas traducciones de películas yanquis.

-¿Cuáles fueron sus primeros trabajos en este sentido?
-Madame X, una película muy mala, de Ernesto Vilches, que se tituló Su última noche, y El proceso de Mary Dugan.-¿Y después?-Después vino la suspensión de la producción en la Metro. Yo había terminado mi contrato, y me dediqué a esperar.

-¿A qué causa obedeció aquel fracaso?
-¡Si no existió tal fracaso! Comercialmente, se entiende. Las películas habían dado dinero; pero hubo algo de miedo, y, desde luego, mucha desorientación. En lugar de buscar asuntos más apropiados para nuestro público y contratar buenos actores, que era el camino lógico, decidieron suspender la edición. Claro es que muchos de los elementos españoles tuvieron la culpa. Rompieron con toda disciplina, dieron lugar a tantos disgustos, que entre las gentes del Estudio se hizo popular una interrogación: "¿Qué? ¿Sin novedad en el frente español?".

-¿Cuándo pasó usted a Fox?
-Al poco tiempo. Allí volvimos a reunirnos algunos de los que estuvimos contratados en Metro, y entonces se filmó la primera obra directa en español: Mamá, de Martínez Sierra, cuyo diálogo adapté. Ya bajo contrato con esta editora hice Mi último amor, El carnet amarillo y Marido y mujer.

-¿Luchó con las mismas dificultades que en Metro?
-Al principio, sí; pero después de confiaron a nosotros, en vista de los resultados. La lucha fue tremenda. Los sudamericanos que se movían en los Estudios se proclamaban poseedores del verdadero español, y desde las columnas de los periódicos mejicanos que se publicaban en Los Ángeles hacían contra nosotros una guerra cruel. No desaprovechaban medios para lograr que los españoles fuéramos eliminados. Parte de esta lucha dio como resultado la suspensión de los trabajos en Fox. Se dieron por finados todos los contratos, y yo regresó a España.

-¿Por mucho tiempo?
-No. A los veinte días de estar en Madrid fui llamado de nuevo por Fox. Marché a París, y allí me reuní con algunos elementos directivos de la Casa. Cambiamos impresiones sobre la marcha que debía darse a la producción española, y volví a Hollywood con una libertad de acción que no tuve hasta entonces.

-¿Qué films hizo en esa etapa?
-Primeramente, El último varón sobre la tierra, cuya adaptación y diálogo escribí sin ninguna limitación. Este trabajo lo realicé en día y medio, y la película tardó en rodarse medio mes. A partir de aquel momento, en Fox se trabajó con verdadero entusiasmo, por parte de todos. Con José Mojica hice El caballero de la noche y El rey de los gitanos. Llamé a Jardiel Poncela, que llegó al poco tiempo, y satisfechos, y robusteciéndose cada vez más nuestro crédito artístico, esperamos a Catalina Bárcena y a Gregorio Martínez Sierra. Casi sin interrupción se rodaron Primavera en otoño, La viuda romántica, Yo, tú y ella, La ciudad de cartón y No dejes la puerta abierta. Luego me quedé solo, y durante este tiempo hice Granaderos del amor y Un capitán de cosacos. Más tarde, en el tercer viaje de Catalina, Señora casada necesita marido, Julieta compra un hijo y Asegure a su mujer. Ya la llegada de Rosita Díaz, Rosa de Francia, que fue la última película española rodada en Hollywood.

-El producir o pretender producir luego más películas españolas debió acarrear dificultades sin cuento, ¿no?
-Ciertamente, el principal obstáculo estaba en la confección de los repartos. No era posible hacer uno acertado porque no había actores aparentes. Las figuras principales se defendían muy bien; pero el escollo invencible eran los papeles secundarios. Además, los yanquis que tenían intervención en las versiones españolas nos desconocían totalmente. ¡Todo lo español lo veían en andaluz, y más que en andaluz, en sevillano! Recuerdo que en una pequeña biblioteca del Estudio tenían el España y la Historia del Arte en España; pues bien: muchas veces me dieron ganas de quemarlas, y en más de una vez los arrojé iracundo contra la pared, pues sin más referencias que ellos -lecturas mal digeridas- , pretendieron algunas veces destruir mis opiniones sobre cómo debía hablarse el español y cuáles eran las condiciones que debían reunir las películas que se ofrecieran a nuestro público. ¡Gracias a que, como ya le he dicho, poco a poco fueron convenciéndose, mejor dicho, creyendo en nosotros, y nos dejaron en libertad!

-¿Se adaptaban pronto los españoles a la vida de Hollywood?
-Allí se pasa, irremediablemente, por un proceso de aclimatación. Gana enseguida la belleza, la exhuberancia, el encanto infinito de aquella región sin igual; pero a los dos meses se nota una depresión. El clima, bajo, húmedo, quita fuerzas; le deja a uno como vacío. Y a ello se añade el aislamiento que produce el desconocimiento del idioma. Pasado este momento, la vida se desliza agradable, siempre igual.-¿Qué impresión tiene de Hollywood?-Hollywood es la ciudad perfecta, la ciudad construida en el campo. Su medio millón de habitantes tiene a cinco minutos de automóvil la tranquilidad y la belleza de la vida campestre. En aquel clima delicioso -sólo llueve una semana, en diciembre o enero- no notamos, como aquí, la marcha del tiempo, regulada por las estaciones. En Hollywood se vive en perpetua primavera. Su vida social es una democracia bien entendida. No hay forma de distinguir fuera del trabajo a la mecanógrafa o al empleado del magnate. Todos hacen una vida muy semejante.

-Y los americanos, ¿qué le parecen?
-Son unos niños grandes, realmente. Enérgicos y optimistas. Siempre sonríen. Cada uno sueña con hacerse millonario; pero no por influencia o el favor, sino por su propio esfuerzo. Poseen una confianza ciega en sí mismos. Lo que no hay en América es americanos, o sea el descendiente directo del indio. Allí todo el mundo hace gala de su ascendencia europea, y evita cruzarse con el indio. Estados Unidos tiene un problema de razas de difícil solución.

-¿Qué vida hacen en Hollywood las estrellas?
-Se ha hablado mucho de las excentricidades de la gente del cine, y esto tiene una explicación, hasta si se quiere lógica. Casi todas las estrellas famosas son personas que están cobrando un sueldo superior a sus merecimientos. Se encuentran de repente nadando en la abundancia, trabajando mucho y confinados en Hollywood. Todo esto crea en ellas la excentricidad: tener seis automóviles, una jauría de lujo, un hotel con las cosas más absurdas, etc. Las estrellas viven en Hollywood en pequeños grupos, y se divierten cuanto pueden. Yo pertenecía al de Gloria Swanson, y a él eran asiduos Ruth Chatterton, Grace Moore, Ronald Colman, Mauricio Chevalier, Robert Montgomery, Merle Oberon y Richard Barthelmess; pero donde todo el mundo se encuentra es un salón llamado El Trocadero, que está de moda ahora. En estas pequeñas reuniones los artistas se muestran simpáticos, naturales, tal cual son. No así cuando asisten a un party de gala. Entonces varían enteramente. Las mujeres rivalizan por ver quién viste mejor, y adquieren unos y otros una afectación exagerada. Allí todo el mundo tiene una pose que sostener.

-Me hablaba de Ronald Colman. ¿Qué impresión se llevó de su viaje por España?
-Maravillosa. Está haciendo allí una gran propaganda a favor de nuestro suelo. Piensa volver. Y, sobre todo, habla de la mujer española con un entusiasmo, con una admiración que a todos no ha hecho suponer si se habrá enamorado aquí.

-Y usted ahora, ¿seguirá dedicado al cine?
-Por entero. Pienso hacer también algo de teatro; pero despacio. En estos momentos preparo el rodaje de La malquerida, para Ufilms. Es la adaptación cinematográfica que he hecho con más miedo.


Entrevista de F. Henández-Girbal
Recogida en el número 97 de la revista semanal Cinegramas. Madrid, 19 de julio de 1936

Esa visible oscuridad

William Styron (1925-2006) ha dejado varias novelas que le convierten en uno de los principales escritores de la literatura estadounidense de la segunda mitad del siglo XX. Sin embargo, en esta ocasión la obra aquí reseñada aparece dentro de un género que se puede decir que no fue muy transitado por el que fuera Premio Pulitzer de 1968. Se trata de Esa invisible oscuridad, subtitulada Memoria de la locura, acorde con una dramática experiencia del autor, utilizada en principio como conferencia en un simposio sobre problemas psiquiátricos, que en el caso de Styron se centraba en la depresión que sufrió a partir de 1985 y le obligó a internarse en un hospital para hacer frente a tanto sufrimiento.

Al final del libro, después de un interesante repaso por almas y cuerpos torturados por el mismo sufrimiento, principalmente de los de personas del ámbito artístico: escritores, cineastas y pintores, el autor recoge a modo de ejemplo los acertados versos de quien como él entró en el territorio de la depresión, Dante Alighieri, que dejó escrito en su obra más conocida, es decir en la Divina Comedia: A mitad del camino de la vida/ Vine a encontrarme en una selva oscura,/ Con la derecha senda ya perdida. 

El primer aviso de comienzo de su caminar hacia el encuentro no deseado de esa visible oscuridad se produjo en el caso de Styron en el año 1985, en París, ciudad en la que vivió una temporada durante sus comienzos de escritor, conocido entonces en su país de origen como una de las más firmes promesas de la narrativa estadounidense, lo cual llegaría producirse mucho antes de ser alcanzado de lleno por la enfermedad. Hay que recordar que, tras la publicación de Tendidos en la oscuridad (1951), hubo, entre otras importantes obras, La larga marcha (1952), Esta casa en llamas (1960), Las confesiones de Nat Turner (1968) y La decisión de Sophie (1980). 

Fue tras la publicación de La decisión de Sophie, llevada al cine con éxito, cuando Styron comenzó a sentirse acosado por trastornos psiquiátricos que incluso le llevaron a pensar en el suicidio, por eso no es extraña la comprensión recogida en sus páginas de aquellas personas que tras fracasar en su abordaje del sufrimiento decidieron quitarse la vida.

 El escritor salió al final de ese oscuro túnel llamado depresión, en otros tiempos melancolía, que afecta a todo tipo de personas. Sobre su explicación a los pacientes no hay una descripción exacta sobre el mal, sobre su origen. Todo se limita al ataque de los síntomas. La ciencia ha dado una explicación al hecho de por qué unas personas sucumben ante la enfermedad y otras resisten y logran salir.

Al final de Esa visible oscuridad, Styron vuelve a utilizar los versos de Dante para recordar que después de haber soportado la desesperación más allá de la desesperación "otra vez contemplamos las estrellas". Según el escritor de Virginia, para los que han morado en la selva oscura de la depresión y conocido su indescriptible agonía, su retorno del abismo no es diferente al ascenso del poeta, subiendo penosamente más y más hasta salir de las negras profundidades del infierno y emerger por fin a lo que él percibió como el claro mundo. "Allí, quien haya recobrado la salud, ha recobrado casi siempre el don de la serenidad y la alegría, y tal vez ésta sea recompensa suficiente por haber soportado la desesperación más allá de la desesperación”

William Styron a nivel literario no volvió a escribir una novela como las que antes de su enfermedad le habían dado fama; según algún conocido, el combate contra la depresión duró hasta sus últimos días, lo cual, no obstante, a pesar de su fama de solitario y defensor de su intimidad, no le impidió ayudar a personas víctimas de esa visible oscuridad tan brillantemente descrita por el escritor estadounidense.